La escuela como espacio de utopía: algunas escenas mexicanas

Por Rafael Mondragón, en Horizontal

¿Por qué los anarquistas de principios del siglo XX, cuyo objetivo era la revolución social, gastarían su tiempo en la creación de una escuela? Este ensayo explora algunas respuestas.

Con este ensayo, dedicado a las iniciativas anarquistas en el ámbito de la educación, concluimos una serie de tres textos dedicados a explorar las relaciones entre México y la utopía y la vigencia de la pulsión utópica en el presente.

Acaban de cumplirse doce meses de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, y las calles de México se llenan, otra vez, de indignación y dolor. En estos momentos, más que nunca, es necesario construir un espacio simbólico desde el cual transformar el dolor en capacidad de acción e imaginación. Urge contar historias que recuerden que hemos sido muchas cosas, y que esas muchas cosas hoy pueden guiar la indignación y darle fuerza a la esperanza. El presente texto quiere mostrar algunas historias que pueden alimentar la imaginación política. En lugar de hablar en términos abstractos, quiero trabajar aquí desde la fuerza de la concreción: mencionar lugares, apellidos y nombres… Estoy convencido de que una de las funciones de la investigación militante debe ser esta: trabajar sobre las preguntas que el pasado nos entrega. El pasado no entrega certezas, pero sí entrega preguntas. Alimenta lo que Eugenio Barba llamaba “vida espiritual”, que es otro nombre para el “descontento por el presente”, que solo se vuelve posible cuando se revela que el mundo podría llegar a ser distinto.

Hacia la crítica de la vida cotidiana


El 1 de octubre de 1910, el anarquista mexicano Práxedis G. Guerrero escribió en las páginas de Regeneración una invitación para sus compañeros exiliados. Faltaban pocas semanas para el estallido de la revolución, pero la invitación de este anarquista no tenía que ver directamente con la guerra, sino con los hijos de los migrantes que vivían en los Estados Unidos:

En muchos lugares de los E.U. los trabajadores mexicanos pagan lo que aquí se llama “school taxes[”], para que sus hijos reciban educación en las escuelas oficiales, en otros tienen escuelas propias donde se siguen métodos antiguos que perjudican más que instruyen á la niñez, y en otros, á pesar de ser numeroso el elemento mexicano no hay escuela para sus niños, que son arrojados de los planteles blancos por no tener la piel descolorida. ¿Por qué no fundar y sostener escuelas nuestras donde aprendan los niños á ser buenos y libres al mismo tiempo que saborean los deleites de la ciencia?[1]

Había que ocuparse de esos niños. Parece que el problema preocupaba desde hacía algún tiempo a los amigos de Ricardo Flores Magón. Dos números antes, el anarquista Lázaro Gutiérrez de Lara, que había participado en la huelga de Cananea de 1906, y además era autor de una excelente novela, publicó un artículo con el título sugerente de “¿Son bestias los niños mexicanos?”. Parece que desde 1910 los profesores norteamericanos se estaban haciendo esa pregunta. En su artículo, Gutiérrez de Lara denunciaba que el estado de Texas había promulgado una ley en donde se prohibía recibir en las escuelas públicas a los hijos de migrantes. También hacía un análisis implacable del racismo que ayudaba a justificar la explotación de los greasers por parte de sus patrones de piel “descolorida”. La lucha contra la explotación y el problema de la escuela y la infancia aparecían, así, curiosamente unidos.[2]

Las dos personas que citamos eran hombres de acción. Las dos además vivieron poco. Guerrero moriría poco tiempo después en las batallas contra Porfirio Díaz. A Gutiérrez de Lara lo fusilaron en 1918 por haber participado en una huelga de mineros en Cananea realizada ese mismo año. Y sin embargo, el sueño de construir escuelas alternativas se mantuvo en el tiempo: apareció en números posteriores de Regeneración dedicados a extractar fragmentos de la obra de Francisco Ferrer; cruzó la frontera del Río Bravo: alimentó los esfuerzos de ¡Luz!, el más hermoso periódico anarquista que se ha hecho en nuestro país (no es casualidad que sea un periódico de maestros); fue discutido en las páginas de Ariete, de la Casa del Obrero Mundial, y fue defendido durante décadas por el profesor de matemáticas José de la Luz Mena, responsable de los importantes experimentos pedagógicos en Yucatán, Tabasco y Sonora, entre otros lugares.

¿Por qué personas de este tipo, que estaban empeñadas en hacer una revolución, gastarían su tiempo en la creación de una escuela? ¿O qué significaba, en todo caso, hacer una revolución? ¿Cómo se construye la fuerza moral y la capacidad colectiva de reflexión y colaboración que permite que acciones y proyectos de cambio social puedan perdurar en el tiempo? En la respuesta a estas preguntas está la clave de la radicalidad política de la tradición anarquista. Ella tiene mucho que decirle al día de hoy. No ofrece respuestas, pero permite elaborar nuestras preguntas sobre el futuro de manera más intensa.

Como ha explicado a cabalidad Juan Suriano en un libro cuyas conclusiones pueden echar luz al caso mexicano, la forma privilegiada de movilización en el anarquismo depende de la construcción de un modelo cultural alternativo que abarca todos los aspectos de la vida concreta: educación, salud, diversión, vida familiar. La acción política se fortalece cotidianamente en los espacios de convivencia creados por la gente para resolver sus problemas día tras día, donde esa gente aprende a reunirse, expresar sus problemas, reflexionar en conjunto y actuar de manera coordinada.[3] Por eso importa construir escuelas, lo mismo que organizar bibliotecas populares, centros de salud, ateneos y espacios sindicales y barriales: allí se ejercita cotidianamente la utopía, en el sentido de que el espacio restringido del día de hoy puede convertirse en anticipo de lo que podría ser la sociedad liberada en el futuro.[4]

Si Marx había dicho, en La sagrada familia, que la clase dominante ejerce su poder imponiendo una imagen de lo que el mundo es y lo que el mundo podría ser, la construcción de espacios cotidianos para la convivencia se vuelve oportunidad para desordenar el sentido común y redefinir lo que parece real y lo que parece posible. En este sentido, el anarquismo radicaliza una concepción del llamado socialismo utópico, que fue caracterizada por Martin Buber en términos de “continuidad revolucionaria”: el cambio revolucionario, si llega a ocurrir, no representará una ruptura radical con el pasado, sino que será la profundización de una forma de organizar la convivencia, la producción y el consumo que se ha construido día tras día en nuestro presente: una utopía concreta cuya posibilidad hemos constatado en la cotidianidad.[5]

Espero que el lector me perdone los saltos constantes que van del pasado al presente. Es que creo que estos problemas no solo tienen que ver con el pasado. Después de la caída del Muro de Berlín, a finales del siglo XX, se ha hecho común la contraposición entre los “grandes proyectos” y los “cambios pequeños”, entre las micropolíticas y las utopías de transformación total. Creo que con ello se ha perdido una intuición básica de la tradición de izquierda, según la cual los grandes cambios se preparan trabajosamente en cientos de pequeñas derrotas y pequeños proyectos: esas derrotas son victorias en la medida en que en ellas se acumula una experiencia y se construye una cierta capacidad de diagnóstico sobre la realidad y una cierta capacidad de acción. El olvido de este asunto lleva a fetichizar el cambio social.

También en 1910 la revolución fue posible porque su posibilidad se había ensayado en decenas de espacios subalternos de convivencia. Los maestros que participaron en dichos espacios nunca dejaron de recordar este asunto: ellos llevaban décadas trabajando en sus aulas en la creación de un nuevo sentido común y una nueva lógica de la práctica colectiva. Habían comenzado a experimentar con métodos pedagógicos alternativos mucho tiempo antes de que en Europa iniciara el movimiento de la Escuela Activa. En uno de sus textos, José de la Luz Mena hace suyas las palabras del líder de la Unión Obrera de los Ferrocarriles, Héctor Victoria, a quien le tocó recibir al general Salvador Alvarado, quien arribó a Yucatán presentándose como aquel que llevaba la revolución a la península. Las palabras de Victoria a Alvarado fueron elocuentes, y dicen mucho de la manera en que se veían a sí mismos los maestros: “no, General; como revolucionarios, ustedes vienen a alcanzarnos”.[6] Htal_UtopiasMex_03b (2)

Ayudar a los más frágiles a construirse como sujetos


¿Qué significaba, en todo caso, hacer una revolución? ¿Por qué trabajar con los hijos de los migrantes en Estados Unidos? ¿Cómo trabajar con ellos, si lo que se quiere es ayudar a que esos niños se hagan cargo de su dolor y su indignación, y caminen por ellos mismos hacia la construcción del mundo que necesitan?
La palabra cómo tiene, en este contexto, una importancia especial. Todos los que hemos tenido alumnos hemos sentido alguna vez que nuestros jóvenes no nos pertenecen. Los amigos que tienen hijos me han comunicado frecuentemente haber vivido una experiencia similar. Esa experiencia está en el centro de las utopías pedagógicas intentadas en España, México y otras regiones de América Latina, y obligó cotidianamente a que los maestros utopistas se replantearan cuál era su función frente a sus niños, esos eternos desconocidos, siempre sorprendentes, con quienes lo absolutamente nuevo llega a la historia y por quienes es posible esa maravillosa tarea de reconstrucción del mundo que conforma el centro mismo de la política, en la que todos estamos involucrados.

En su obra pedagógica, José de la Luz Mena alertaba contra lo que él llamaba el “verbalismo”, y que décadas después sería caracterizado por Paulo Freire como la “enfermedad de la narración”. El “verbalismo” era, justamente, uno de los mayores peligros de la enseñanza radical anarquista, socialista o comunista: convertir el aula en un nuevo espacio de catecismo, que funcionara igual que las viejas aulas religiosas; hablar en tono fuerte y vigoroso de lo que cada uno considera que es el mejor mundo posible, y sentir con ello que se ha cumplido con la tarea de enseñar. El verbalismo, a decir del maestro mexicano, no era sino una tecnología de “domesticación”, pues impedía que los niños se hicieran cargo de sí mismos.[7] De manera similar, Francisco Ferrer Guardia decía que la tarea fundamental del maestro no era la transmisión de contenidos concretos, sino la construcción colectiva de una capacidad individual que permitiría a cada niño “entrar en la actividad social con la aptitud necesaria para ser su propio maestro y guía en todo el curso de su vida”.[8]

Para ello es necesario realizar un esfuerzo de contención: no hablar demasiado de lo que uno cree; permitir que el niño, que se pertenece a sí mismo, construya las mediaciones necesarias para apropiarse de una fuerza que carga sin saberlo; ayudar a que se vuelva visible la reflexión del niño sobre el mundo que, a pesar de estar latente, ha sido invisibilizada. Como dijo Eliseo Reclus por estas mismas razones, en una frase que fue copiada innumerables veces en libros y periódicos radicales, “débiles y pequeños, los niños son por eso mismo sagrados”.[9]

Preservar esa sacralidad implica una reflexión sobre cómo el maestro construye su autoridad en el contexto del aula e incide en la transformación de las relaciones sociales que la escuela reproduce. Por eso las escuelas racionalistas se rehusaban a celebrar exámenes: ellos reproducían la dinámica del premio y el castigo con la que los niños se acostumbran a clasificar a sus compañeros en términos de mayor o menor dignidad vital. Como dice una maestra española cuyo testimonio fue rescatado por Ferrer, “mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, procurando persuadirnos que estábamos rodeados de rivales que combatir, de superiores que admirar o de inferiores que despreciar”.[10]

Por eso, la materia principal de estas escuelas se sintetizaba en una expresión que, irónicamente, hoy ha sido puesta de moda por la OCDE: “aprender a vivir”, “aprender para la vida”. Emilia Ferreiro ha comentado que la “enseñanza para la vida” promovida por la OCDE es comprendida como la adquisición de habilidades para seguir aprendiendo indefinidamente nuevas formas de trabajar; una suerte de intento desesperado por mantenerse en un mercado laboral cada vez más inseguro, todo ello en una situación en donde las personas ya no tendrán posibilidades de jubilarse, y por ello deberán seguir buscando trabajo hasta edades muy avanzadas.[11]

Pero con esas expresiones, los anarquistas querían decir otra cosa. Un ensayo de Aristide Pratelle, de amplia circulación en Hispanoamérica, comienza justamente diciendo: “El primer esfuerzo de la escuela debiera dirigirse únicamente a enseñar a vivir”.[12] Allí “enseñar a vivir” tiene un sentido muy distinto al que le da hoy la OCDE: se trata de prácticas colectivas como la reunión de mariposas, el curioseo junto a las abejas, la visita a los vecinos, el paseo por las calles y plazas públicas, la caminata por montes y valles, bosques y llanuras… Estas prácticas son preferibles a los métodos didácticos tradicionales en donde, a decir de Pratelle, los saberes se entregan dosificados y divididos según la disciplina, la edad y el tema. “En nuestras actuales pedagogías se da la ciencia en píldoras. Se atesta al niño de drogas en lugar de nutrirle”.[13] La enseñanza para la vida, por el contrario, se basa en la presentación colectiva de una experiencia hermosa, inusitada y profunda, cuyo objeto es interpelar al niño, siempre con la ayuda del maestro. Como explicaba José de la Luz Mena, esa interpelación pone en movimiento la máquina del pensamiento: de las experiencias se deducen regularidades; de ellas se pasa a postulación de leyes… Como podemos ver, el llamado “aprendizaje basado en problemas” no es una invención de profesores de medicina norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, según enseñan los manuales de didáctica al uso, sino una estrategia nacida en tradiciones pedagógicas de pobres organizados en Europa y América Latina a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.[14]

Así pues, la palabra cómo tiene, en este contexto, una importancia especial. Hay que inventar un gesto pedagógico que sea capaz de interpelar y ayude en la construcción de la capacidad del niño para hacerse cargo de su vida y la vida de los otros. El niño debe aprender a sentir su propia fuerza y su propia dignidad. También debe aprender a honrar la dignidad de la vida de sus compañeros. Antes de la promulgación oficial de los Derechos de los Niños, los maestros anarquistas elaboraron profundas reflexiones sobre el tema. De entre todas ellas, he elegido una que me parece especialmente potente. Con ella terminaré. A finales de 1927, se reunió en Buenos Aires una Convención Internacional de Maestros a la que parece haber asistido José de la Luz Mena. A principios del año siguiente, Humanidad, una hermosa revista anarquista argentina publicó el siguiente texto, redactado por el profesor Pedro B. Franco y aprobado por dicha convención.

¿Por qué personas de este tipo, que estaban empeñadas en hacer una revolución social, gastarían su tiempo en la creación de una escuela? Probablemente el presente texto, que habla de lo que los niños merecen, pueda ayudar a pensar esa pregunta con más fuerza:

Los derechos del niño


Todo niño tiene derecho a ser “niño”, a que se le respete en sus intereses, sus necesidades y su actividad espontánea y personal.

Todo niño tiene derecho a una nueva educación que siga el progreso social, mirando siempre al porvenir y apoyada en la sociología, la psicología y la biología. — La educación — que todavía no ha llegado a lo mejor — no puede ser inmutable ni rígida, porque la sociedad tampoco lo es.

Todo niño tiene derecho a “hacer” para saber, a ser descubridor y creador. Siendo el niño un organismo fundamentalmente activo, la escuela debe darle oportunidad para que alcance el máximo desenvolvimiento activo de su personalidad y de sus disposiciones y logre la capacidad para superarse.

Todo niño tiene derecho al trabajo escolar colectivo, que permite la auto-educación social, en grupos pequeños formados conforme a condiciones individuales semejantes y en los cuales la libertad sea consecuencia de la responsabilidad.

Todo niño tiene derecho al aire libre, para hacer sus trabajos y para practicar juegos, ejercicios naturales (marchar, correr, saltar, trepar, lanzar pesos, cultivar la tierra, nadar, etc.), y movimientos respiratorios que constituyen la mejor educación física a la que jamás podrá reemplazar la gimnasia metodizada.

Todo niño tiene derecho a saber que ha nacido en el cuerpo de su madre, a mirar la cuestión sexual como cosa digna de respeto y a que se le inicie, prudente y progresivamente, en el conocimiento de las leyes del origen de la vida sin misterio ni vergüenza.

Todo niño tiene derecho a ser miembro de una comunidad escolar en donde, con la autonomía que se merezca, goce de sus derechos y cumpla con sus deberes como elemento activo, útil y eficaz, que pone su voluntad y su conciencia al servicio del bienestar común.

Todo niño tiene derecho a contar con maestros de vocación, de carácter, llenos de bondad: hombres elegidos, ilustrados; bien retribuidos; que no tomen su cargo como simple medio de vida; que crean en los ideales más difíciles de alcanzar; que sientan la responsabilidad que les incumbe en la realización de la justicia social; que no olviden que el verdadero maestro es el niño y que la humanidad es soberana en todas las naciones.

Todo niño tiene derecho a locales escolares sencillos, atrayentes, alegres e higiénicos que él mismo ayudará a embellecer y alegrar.

Todo niño tiene derecho a que cooperen en su educación maestros y padres, a que colaboren juntos el pueblo y la escuela, que son las dos palancas que mueven al mundo empuñadas por los grandes soñadores.[15]

Porque, como dice Eugenio Barba, “la historia, el pasado que conocemos, es el relato de lo posible. Nos hace entrever el mundo y el teatro tal como podrían ser. De este denso diálogo con aquello que fue distinto se nutre nuestro descontento por el presente. Es este descontento lo que llamamos ‘vida espiritual’”.[16]


Notas
[1] Práxedis G. Guerrero, “Impulsemos la enseñanza racionalista”, Regeneración, cuarta época, núm. 5, 1 de octubre de 1910, p. 3.
[2] Véase L. Gutiérrez de Lara, “Son Bestias los niños Mexicanos?”, Regeneración, cuarta época, número 3, 17 de septiembre de 1910, pp. 2-3. La obra literaria de este autor fue discutida por Jorge Aguilar Mora en Una muerte sencilla, justa, eterna, México, Era, 1990.
[3] Véase Juan Suriano, Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires. 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, 2001. En España, Javier Navarro ha producido dos obras notables sobre la región valenciana que se han convertido en modelos de investigación: Ateneos y grupos ácratas. Vida y actividad cultural de las asociaciones anarquistas valencianas durante la Segunda República y la Guerra Civil, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2002, y A la revolución por la cultura. Prácticas culturales y sociabilidades libertarias en el País Valenciano, 1931-1939, Valencia, Universitat de València, 2004.
[4] Suriano, op. cit., pp. 40-41.
[5] Véase Martin Buber, Caminos de utopía, México, FCE, 1955, p. 25.
[6] José de la Luz Mena, Escuela racionalista, doctrina y método. Precisa la escuela que desarrolla la Educación Socialista y demuestra que no se educa al niño, se le domestica, ed. Cristóbal León Campos y Carlos E. Bohorquez Urzaiz, Mérida, UADY-Secretaría de Educación, 2010, p. 30.
[7] Véase el agudo análisis de la “escuela verbalista” en de la Luz Mena, op.cit., pp. 68-70.
[8] La escuela moderna Póstuma explicación y alcance de la escuela racionalista, que citamos a partir de la edición crítica de Luis Miguel Lázaro, Jordi Monés y Pere Solà, Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, p. 138. Ésta es la única edición moderna del libro de Ferrer de la que uno puede fiarse: todas las demás, incluyendo las que están en internet, heredan las mutilaciones de este libro emprendidas por la Editorial Maucci. Lo apunto por si algún lector se interesa en seguir leyendo a Ferrer.
[9] Eliseo Reclus, “La educación”, en Francisco Ferrer Guardia, La escuela moderna, ed. cit., p. 251.
[10] Emilia Boivin, “Exámenes y concursos”, en Ferrer, op. cit., p. 141. Sobre el “derecho a vivir” que se disputa simbólicamente en la prueba hay reflexiones de la misma maestra en la página 142 del texto citado.
[11] Véase Emilia Ferreiro, Alfabetización de niños y adultos. Textos escogidos, Pátzcuaro, CREFAL, 2007.
[12] Aristide Pratelle, “La educación por el ambiente”, en Ferrer, op. cit., p. 245.
[13] Pratelle, op. cit., p. 246.
[14] Una reflexión sobre el tipo de experiencia estética presente en procesos educativos de este tipo puede leerse en Rafael Mondragón, “Experiencia estética y experiencia histórica. Una constelación latinoamericana”, en Diana Fuentes y Rafael Mondragón (eds.), Pensar crítico y crítica del pensar. Coordenadas de una generación, México, Cuadernos de Consideraciones-STUNAM, 2014, pp. 25-44.
[15] Humanidad. Revista mensual libertaria, Buenos Aires, año I, núm. 6, marzo de 1928, p. 10. Este y otros textos aparecerán próximamente en una antología a mi cargo: La escuela como espacio de utopía. Algunas propuestas de la tradición anarquista.
[16] “El pueblo del ritual”, en Teatro. Soledad, oficio, rebeldía edición de Lluís Masgrau, México, Escenología, 1998, p. 189.

 

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